Por Adrián Estrada
Cuando Satanás dejó de enviar a Belfegor a la Tierra, yo quise invocarlo para que hiciera de mí el mejor escritor cuanto antes sin tener que pasar por escuelas literarias, ni tener que leer libros y libros que me sirvieran de soporte literario.
La noche antes de año nuevo pronuncié ciertas palabras para traer al demonio: ¡ba´al -pₔ´ õr!, ¡ba´al -pₔ´ õr!, ¡ba´al -pₔ´ õr!. Así me lo recomendó aquel amigo mediador que lucha con los demonios pese a su recomendación que mejor me pusiera a leer. El diablo esa noche no se apareció, no sé si por ser el demonio de la pereza o solo por ser demonio, pero no apareció.
La cena de año nuevo fluyó como como la de cada año, con las palabras del abuelo, el intercambio de los regalos y la cena comprada, ya que nadie tiene tiempo de cocinar, ni ganas. Para ese entonces de Belfegor ya no me acordaba y al acostarme a dormir puse en duda mi vocación literaria.
Pasó el tres de enero, el cuatro, y al llegar el siete de julio con las esperanzas tiradas en que yo no sería escritor, ni el mejor lector, ni ningún crítico literario, apareció un conserje viejo de nariz grande saliendo de un baño, no recordaba ni al conserje, ni al baño, el viejo se dirigió a mí y sólo me dijo: está hecho.
Esa noche como si mi mano tomara vida como en el cuento de Cortázar “No se culpe a nadie”, mi mano tomó vida y se puso a escribir los versos más bellos inimaginables, se puso a escribir, por ejemplo:
La inspiración que nace en tu ser
es solo el infinito que nace
entre las letras este verso calce
porque alma ya no debes tener
¿Por qué alma ya no debes tener, a qué se refería el último endecasílabo? De todo lo que había escrito en esa temporada de alta iluminación, eso es lo que mayormente llamó mi atención. Obtuve mención honorífica en la universidad por haber sido el estudiante con mayor producción literaria y haber sido el más versátil. Premios nacionales y estatales. Publicaron una antología con lo que una editorial famosa de la ciudad consideró mis mejores cuentos y se vendió muy bien.
Llegó año nuevo, el abuelo ya no estaba, aun así estuve de muy buen humor para cocinar y cociné, intercambiamos regalos, y nadie dirigió palabras.
Transcurrió enero y el siete de julio aquel viejecillo de nariz grande que no volví a ver hasta ahora salió del baño aquel que ahora sí recordaba, pero que no lo vi en todo el año, me tocó el hombro y me dijo: tenías que traer un tributo, está deshecho. A partir de ese momento dejé de ser el escritor brillante y aquí me tienen escribiendoles esta anécdota.