Como cada mañana, Freya se preparó para meditar, encendió la chimenea de la sala y quemó incienso con olor a jazmín, con la ilusión de sentir la presencia del universo. Se sentó en el piso, cruzó las piernas y cerró los ojos. Sin darse cuenta comenzó a sentirse relajada. Un hormigueo le recorrió el cuerpo. En su mente creó una esfera de luz hermosa y brillante.
De repente, la ventana a su derecha retumbó, similar al ruido de un trueno. Ella brincó; el estruendo la despertó de su trance. Miró el ventanal y ahí encontró la silueta de una mano grabada en el cristal empañado.
—Freya… —susurró una voz masculina, grave, pero amable. La joven retrocedió y su corazón latió apresurado.
—¿Q….quién está ahí? —balbuceó temerosa, inspeccionando la habitación.
El espíritu la miró triste.
La espiritualidad de la chica no era tan fuerte para escucharlo con claridad, menos para verlo.
Un cúmulo de libros se estampó contra el suelo.
—Freya…
Escuchó a alguien correr por el pasillo. Freya se asomó al corredor vacío y apretó los labios, armándose de valor.
—Freya, Freya, Freya…
—¿Necesitas algo, señor espíritu? —preguntó.
El espíritu sonrió. La mujer había pasado la primera prueba: obtener valentía. Ahora vendría la más importante de todas. Se le ocurrió una idea arriesgada, pero si funcionaba, la joven obtendría un gran poder.
—Puedo intentar rezar por su alma —se dirigió al fantasma.
En la cocina, en las habitaciones y en la sala los objetos cayeron. Una sombra que surgió del piso se acercó a Freya.
Ella tomó aire y con las manos en el pecho, comenzó a rezar. Poco a poco se fue manifestando una gran esfera de luz resplandeciente. Sus pupilas cambiaron de cafés a doradas. Parpadeó sin creer lo que veía: al espíritu.
—Lo lograste —le dijo él—. Ahora eres capaz de ver la verdad.