Por Leslie Olvera
Licenciatura en Lengua y Literatura
Todavía podía sentir su olor. Sus palabras que llegaron tan hondo al hablar tan dulce y tan bajo unos momentos antes, aún se oían en su cabeza los pequeños quejidos que eran sólo para ella. Por ella; y eso la hacía sumamente feliz.
Cuando cerró la puerta, sentía que el corazón se le partía. No podía alejarse de ese hombre que la hacía sentir todos los días esas ganas de verlo, de hablarle, de levantarse volando de la cama para tener listo el desayuno. No necesitaba pedirlo, ella vivía para él y Dios lo sabía. La comprensión entre ellos era tal, que casi nunca necesitaba hablarle. Ella lo entendía, lo interpretaba y de cierta manera adivinaba sus deseos, y cumplirlos era su misión porque él la amaba y el mundo sabía que ella no tenía ojos para nadie más, es más, todos los hombres habían muerto el día que cruzó la puerta de su departamento con una maleta, una bolsa negra y el corazón en la mano para entregárselo entero.
En ese momento en la puerta, pesó tanto lo guapo que era, lo alto y varonil. Nunca había estado tan enamorada. Ella no lo merecía ¿Por qué un hombre como él se había fijado en ella? Nunca lo entendió, era como un milagro. Como si en otra vida hubiese hecho algo bien y en ésta, todas las recompensas fluctuaban para que ella estuviera en su cama cada vez que él la necesitaba.
Un año viviendo juntos, parecía poco, pero todo lo que habían vivido era la gloria. Ella lo esperaba siempre despierta y presta para atender a su llamado. Era su amo y señor y ella era feliz de ser su esclava. No necesitaba más; ni hablar ni estar con ninguna otra persona. Lo tenía a él y eso era suficiente.
Qué importaba si no acudía a las despedidas de sus amigas, qué importaba si había rechazado los mejores puestos de la compañía. Ella sacrificaría unos pesos por la dignidad de su hombre. Habían logrado juntos tantas cosas, que ella podía aguantarlo todo. Las mujeres, las borracheras, los gritos, la ropa que le quemaba por ser tan corta o tan escotada, aguantaba el reproche del maquillaje que sólo usan las mujeres corrientes, cambiar su número de teléfono para que nadie la buscara; sacrificaba con placer las noches en casa de sus papás, las reuniones con sus amigos del cole. Todo. Todo por él, todo por ellos dos.
Pero hoy había fallado. ¿Qué le había pasado? Quería revivir paso a paso lo que había sucedido y no lograba encontrar la lógica en aquella sucesión de imágenes que pasaban repetidamente por su cabeza. Aquello era un recuerdo borroso donde las piezas no estaban claras. Él durmiendo en la cama con el torso perfecto desnudo y totalmente complacido; ropa de ella rasgada y manchada con su sangre en el piso, un cuchillo tirado en la alfombra después de haberse usado.
No quiso pensar más en ello, porque si se apura, aún alcanza en la cafetería a sus amigas.